Estudio Bíblico

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Naturaleza de la Iglesia.



La sobrenaturalidad y los dones.

Jesús vino para mostrar al Padre (Jn 17:6), el Todopoderoso, y diseñó la Iglesia para que lo mostrara a El al mundo (Jn 14:12) haciendo las mismas obras que El y aún mayores (como Eliseo con respeto a Elías), con una unción mayor.

Jesús diseñó Su Iglesia para que fuera una iglesia sobrenatural (Mar 16:17, Mat 10:8), que mostrara el poder de Dios sobre la natural (Mar 16:15-18), la sabiduría de Dios infinitamente superior a la sabiduría natural (Sant 3:14-17), una predicación sobrenatural con demostración del Espíritu y de poder (1 Cor 2:4).

Parte de la función de la Iglesia es la de poner a los enemigos de Cristo por estrado de sus pies (Heb 10:13), y esos enemigos que la Iglesia tiene que vencer son los demonios, que son seres sobrenaturales que requieren de un poder sobrenatural para ser vencidos (Efe 6:12). Por ello es que la Iglesia requiere de un poder y armas sobrenaturales (Hch 1:8, 2 Cor 10:4, Efe 6:11-18).

Una buena parte de ese poder y armas sobrenaturales son los dones con los que la Iglesia del Señor Jesucristo fue dotada (1 Cor 12:1-11, Rom 12:4-8. Efe 4:11) para manifestar al mundo ese carácter, poder y armas sobrenaturales siempre, mientras el diablo y sus demonios (los enemigos de Cristo) estén en operación en este mundo y la Iglesia esté presente en él.

Dios es un Dios de incrementos, no de decrementos, por ello nos enseña que la vida del justo es como la luz de la aurora (Prov 4:18) que va en aumento hasta que el día es perfecto, lo que implica que, igualmente, las cualidades y el carácter de la Iglesia (la reunión de todos los justos) deberían ir en aumento, no en decremento. Ello implica que los dones no deberían ser menos de los que dice la Escritura, como hoy pretenden algunos teólogos que enseñan sobre el “cesacionismo” de algunos dones que Dios ha dado a la Iglesia. En todo caso, los dones presentes en la Iglesia deberían ser más que los que estuvieron presentes en la Iglesia primera, porque, por otro lado, la Palabra también nos enseña que la gloria de la casa postrera será mayor que la de la primera (Hag 2:9), que en los últimos tiempos se derramará el Espíritu Santo sobre toda carne (Hch 2:17-19) y obviamente ese derramamiento implicará todo lo que el Espíritu Santo es, incluidos Sus dones, además de que la Palabra nos enseña que en los últimos tiempos todas las cosas van a ser restauradas, en cuenta la plenitud de los dones que Dios ha dado a Su Iglesia (Hch 3:21). Y hoy es evidente que estamos no solamente cerca de los últimos tiempos, sino que ya los tenemos prácticamente encima, inminentes. Finalmente, en relación con este tema, la Iglesia es la “plenitud de Aquel que todo lo llena en todo” (Efe 1:23) y esa plenitud implica también la plenitud de los dones, la sabiduría, etc., y por supuesto, también de la santidad de Dios.

Cuando a la Iglesia le quitamos lo sobrenatural, se convierte en una institución natural, humana, no divina, y ello es un gran problema en cuanto a las funciones y propósitos de la Iglesia por cuanto que lo que las personas inconversas andan buscando no es más de lo natural (no les da soluciones) sino de lo sobrenatural, principalmente en esta época que lo natural ha provocado tanta frustración, decepción, confusión, etc., por lo que se observa un incremento significativo de la hechicería, el ocultismo, la adivinación, etc., que no son más que la expresión de esa necesidad del ser humano de estar en contacto con lo sobrenatural y buscar respuestas para sus circunstancias, que al no encontrarlo en la Iglesia de Dios despojada en mayor o menor grado de esa sobrenaturalidad, lo busca en religiones y actividades falsas La Iglesia necesita regresar a la manifestación de la sobrenaturalidad que acompañó su expansión por todo el mundo conocido (Rom 15:19) de la mano de Pablo y de todos los apóstoles y discípulos de la Iglesia primera (1 Cor 2:1-16, 1 Ped 4:11),

La sobrenaturalidad de la Iglesia es algo que necesitamos y debe ser restaurado en ella en toda su plenitud. Por ello la Palabra de Dios nos enseña que no deberíamos ignorar acerca de los dones espirituales (1 Cor 12:1), además de que los deberíamos anhelar y procurar (1 Cor 12:31) a la par de desarrollar el carácter cristiano (1 Tim 3:1-7).



Carácter familiar.

La Palabra de Dios usa muchas figuras para describir a la Iglesia, y cada una de ellas se enfoca en un aspecto particular (matrimonio, cuerpo, templo, etc.). Sin embargo, la figura que abarca todas las demás, es la figura de una familia. Todos los creyentes somos hechos hijos e hijas de Dios (Jn 1:12, Rom 8:14-17). Más que una organización o institución, la organización es un organismo familiar. Más que un centro de predicación y culto es un centro de comunión de Dios con nosotros y de unos con otros).

Como familia, la Iglesia manifiesta algunas cualidades o características como unidad, solidaridad, cuidado, apoyo, ánimo, restauración, etc. Y todas estas cualidades las manifiesta la Palabra como cualidades de la Iglesia, por ejemplo:
Hch 2.41-47: la iglesia como centro de cuidado de los unos por los otros de tal manera que no había entre ellos ninguno con necesidad, manteniendo entre ellos unas relaciones sanas de compañerismo, comunión, amistad, intimidad, perdón, etc.
Gal 6:1: la Iglesia como un “lugar” de restauración de los unos a los otros.
Ecle 4:9-12: la Iglesia como apoyo de los unos a los otros.
Efe 6:18-19: el apoyo mutuo en las batallas que le toca librar a cada uno.
Rom 14:13: sin juicios entre ellos, ni poniéndose ocasión ni tropiezo para caer.
Rom 15:14: llenos de bondad y conocimiento para con los demás, amonestándose unos a otros para lo mejor.

Como otros muchos pasajes en la Escritura, Rom 12:10-18, hablando de la iglesia manifiesta claramente también ese carácter familiar, mencionando una serie de características que no se encuentran en ninguna otra parte en el mundo, aparte de la familia (y ahora en la Iglesia):
Amarnos unos a otros con amor fraternal.
Prefiriéndonos los unos a los otros.
Diligentes, no perezosos, fervientes, servidores para con el Señor y también para con los demás.
Compartiendo para las necesidades de los demás.
Practicando la hospitalidad.
Gozándonos con los que se gozan y llorando con los que lloran.
Unánimes entre nosotros, no orgullosos, asociándonos con los humildes.
No pagando a nadie mal.
Procurando los bueno delante de todos.
En cuanto dependa de nosotros, teniendo paz con todos.

Si bien, a nivel de iglesia local ese carácter por lo general está presente, otro asunto es cuando se trata de relaciones entre todas las iglesias de una localidad de diferentes denonimaciones, y aún entre iglesias de la misma denominación. En este tipo de relaciones, desgraciadamente, hay mucho de la disfuncionalidad familiar que hoy observamos en el mundo de tal manera que las relaciones, en el mejor de los casos, son superficiales, y en la mayoría, son inexistentes por cuestiones de celos, competencia, envidia, divisiones, disensiones, etc.

Si la Iglesia va a enfocarse en el cumplimiento total del propósito de Dios (el desarrollo de la plenitud del Reino en la tierra y la transformación de las naciones), se requiere la restauración de ese carácter, por cuanto que esa no puede ser la tarea de una sola iglesia ni de una sola denominación, ni aún de una sola unidad de iglesias locales. Esa debe ser la tarea de todo el Cuerpo de Cristo, cada uno en su área geográfica con una sola visión, aunque con sus propias especificidades, colaborando con otros cuerpos locales y apoyándose mutuamente con la diversidad de dones que Dios ha puesto en cada una, despojándose de banderas e intereses personales, denominacionales, institucionales, organizacionales, y enfocándose en una sola bandera y con un solo interés: la salvación de todas las personas mediante la aceptación del Señorío de Cristo para que El reine en nuestras naciones y éstas sean transformadas.

Donde hay celos, iras, contiendas, divisiones, disensiones, enemistades, pleitos, etc., y cualquier otra obra de la carne (Gal 5.19-21), allí no puede haber victoria sobre las obras de las tinieblas, ni en lo personal, ni en lo corporativo, ni en lo geográfico.

La necesidad de ver a Cristo reinando en nuestras naciones pasa por la reconciliación de la Iglesia para formar una familia, donde a pesar de nuestras diferencias secundarias tenemos una cosa en común: un mismo Padre, un mismo Hermano Mayor y un mismo Espíritu Santo derramando el amor de Dios en nuestros corazones que nos equipa para amarnos, respetarnos, superar nuestras diferencias y trabajar juntos por una meta celestial que supera por mucho nuestras metas terrenales.

Si algo le puede hacer un gran daño a la Iglesia, entre otras cosas, es la división y/o separación, el aislamiento de unos hacia otros. Pablo se refiere claramente a ese punto en sus dos cartas a los Corintios (1 Cor 1:10-11, 1 Co 11:17-19, 2 Cor 12:20-21), enseñándoles que ello se trata de lo peor, de pecado originado en la inmundicia (impureza, concupiscencia), fornicación (idolatría) y lascivia (libertinaje, disolución), y es que ciertamente, en la raíz de la división están las pasiones de la carne, la idolatría de nuestras organizaciones y/o normas y el libertinaje resultante de no sujetarnos a la obediencia a la Palabra (2 Cor 12:20-21).

Las contiendas entre nosotros y la forma en que reaccionamos a ellas, ponen en evidencia a los que no son aprobados (1 Cor 11:19). Por esa razón Rom 16:17 y Tit 3.10 nos dicen que nos apartemos de ellos, porque tales personas no sirven al Señor sino a sus propios vientres y con palabras suaves y lisonjeras engañan a muchos ingenuos (Rom 15:18) y se han pervertido y están condenados por su propio juicio (Tit 3:11), siendo sensuales que no tienen al Espíritu (Jud 19).

Por eso, cuando en la enseñanza acerca de la cena del Señor Pablo habla de comerla indignamente, no solo se refiere a la presencia de pecado no confesado, sino también a no discernir el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, su unidad, su unicidad, nuestro ser uno con otros que también forman parte de ese Cuerpo en otras congregaciones locales (1 Cor 11:26-32).

Por estas cuestiones es que hay muchos en la Iglesia que están débiles, enfermos y hasta muertos (sin fuerza, frágiles, dormidos, pasivos, pasmados) y así, definitivamente, no puede haber un cumplimiento del propósito de Dios para la Iglesia (Amós 3:3).

Si vamos a tomar en serio el cumplimiento de la plenitud del propósito de Dios para la Iglesia de que Su Reino se establezca en la tierra y que nuestras naciones sean transformadas, necesitamos dejar de lado nuestras diferencias y recelos hacia otros hermanos y congregaciones en el Cuerpo de Cristo y procurar no solo estar en paz con ellos sino unirnos para alcanzar todos juntos la plenitud del propósito de Dios.



Carácter maternal (Efe 5:21-32).

Este pasaje nos presenta la relación de Cristo con la Iglesia como la relación equivalente al de un esposo con su esposa, como también esta misma relación la presenta la Biblia en el Cantar de los Cantares. Por otra parte la Iglesia “pura, sin mancha y sin arruga ni cosa semejante”, será la esposa del Cordero con la cual El se desposará en las bodas del Cordero que tendrán lugar después del arrebatamiento de la Iglesia.

Entonces, si la Iglesia es la esposa de Cristo, y tiene bajo su responsabilidad el cuidado de los hijos de Dios, entonces ella es, por extensión, “madre”.

Este hecho fue reconocido por los creyentes desde el siglo II después de Cristo, cuando por la proliferación de las doctrinas de los falsos maestros gnósticos que querían pervertir el Evangelio de Cristo en su propio beneficio, se vieron en la necesidad de establecer el “Credo Apostólico” que resumía las doctrinas fundamentales en las que creían los primeros cristianos y que los diferenciaba claramente de cualquier otro grupo religioso de su época.

Respecto a la afirmación del Credo Apostólica de que la Iglesia es madre, Calvino, en el Libro IV, capítulo I, numeral 4, referente a este punto, y que titula “La Iglesia visible es madre de todos los creyentes”, dice, literalmente: “Mi intención es tratar aquí de la Iglesia visible, y que aprendamos de su solo título de “madre” qué provechoso es que la conozcamos, ya que no hay otro camino para llegar a la vida sino que seamos concebidos en su seno, que nos dé a luz, nos alimente, nos ampare y defienda hasta que, despojados de esta carne mortal, seamos semejantes a los ángeles (Mat 22:30). Anotemos también que fuera de la Iglesia no hay remisión de pecados ni salvación, como lo atestiguan Isaías y Joel (Isa 37:31, Joel 2:32).” (“Sumario de la Institución de la Religión Cristiana”, Editorial Clíe).

En consecuencia, la Iglesia requiere ir más allá de ser un lugar de reuniones periódicas, de predicación y enseñanza, de cánticos, para ser un lugar donde a los hijos e hijas de Dios, bajo la dirección y el poder del Espíritu Santo (Luc 4:18-19, Efe 4:11-16):
Se les imparta la plenitud de la vida de Dios.
Se les suplan sus necesidades totales (espirituales, emocionales, psicológicas, intelectuales, físicas, sociales, etc.).
Se les forme el carácter.
Se les activen y desarrollen sus dones y talentos.
Se les imparta el propósito, el destino y la visión de El para ellos y se les active y enseñe para alcanzarlos en medio del mundo, y trayendo todas las cosas bajo el Señorío de Cristo.
Se les restaure, ame y acepte.
Se les imparta seguridad y sentido de pertenencia.
Se les alimente y nutra con la Palabra de Dios, de tal manera que puedan conocer a Dios como Padre, la herencia que tienen en El y el poder que opera en ellos.
Se les eduque, enseñe, adiestre y capacite para tener éxito en sus actividades diarias para la Gloria de Dios.
Se les forme, corrija y discipline, etc.

Si la Iglesia es madre (y como ya vimos, si lo es), así como en el mundo natural toda persona necesita de una madre para sobrevivir, cada creyente necesita de la Iglesia en general y de una Iglesia en particular para sobrevivir como creyente. Por ello la Palabra nos instruye a que no dejemos de congregarnos (Heb 10:22-25), y cuando no cumplimos con ello, porque no discernimos correctamente el Cuerpo de Cristo y todas las bendiciones y vida que tiene para nosotros (1 Cor 12:21, 25) a pesar de sus imperfecciones y de las de cada uno de sus miembros, también nos enseña que hay muchos que se debilitan, enferman y hasta mueren (1 Cor 11.29-30).

Derivado de lo anterior, y del entendimiento de la cosmovisión de Dios, todos nosotros, por beneficio propio, y para cumplir el propósito de Dios para cada uno y como Iglesia de restaurar todo lo que se perdió en la caída, necesitamos ser parte no solo del Cuerpo de Cristo en general, sino de una iglesia en particular, no como muchos hacen ahora (aunque no es nada nuevo), que se dicen cristianos pero no se congregan en ningún lado, ya sea porque andan de congregación en congregación, o peor aún, no asisten a ninguna. Pero el ser parte de una congregación no implica ser parte de ella en una actitud pasiva, receptora solamente, sino activamente, participando en razón de recibir y de dar, de servir a otros, de asumir responsabilidades por la congregación y por sus miembros, etc.



Carácter paternal.

La Iglesia fue establecida para manifestar el carácter paternal de Dios (Mal 4:5-6, Luc 1.17), manifestación que estaba profetizado que se iba a incrementar antes del día grande y temible del Señor (segunda venida), volviendo el corazón de los padres hacia los hijos y de los hijos hacia los padres, tanto en lo natural como en lo sobrenatural. Y por lo menos en los últimos cien años, si no es que en los últimos 2000 años, ello no ha sido tan necesario y urgente como ahora, cuando los porcentajes de familias desintegradas ha aumentado tan considerablemente, y muchas de las que permanecen integradas físicamente manifiestan una desintegración emocional. Y ello también ha afectado a la iglesia del Señor Jesucristo en la que hoy más que nunca se hace manifiesto lo que Pablo les decía específicamente a los Corintios: que hay muchos maestros y predicadores (ayos), pero pocos padres (1 Cor 4:15).

La sanidad de la paternidad es imprescindible para que haya un pueblo bien dispuesto que reciba la revelación de la paternidad de Dios (Luc 1:17) y pueda cumplir con eficiencia y eficacia el propósito de Dios para Su Iglesia, porque lo que Dios quiere hacer en Su Creación, distorsionada por la caída del ser humano en el pecado, es restaurar Su Paternidad sobre ella porque su posición de Dios nunca la ha perdido. A pesar de la caída, Dios siguió siendo Dios sobre ella, pero lo que se “quebró” fue la relación de paternidad de El sobre todo. La venida del Reino de Dios a la tierra (Mat 6:10), es la restauración de la Paternidad de Dios sobre toda su Creación, porque el Reino no es un reino de súbditos y siervos, sino un reino de hijos e hijas. Para entrar al Reino hay que nacer de nuevo del agua y del Espíritu (Jn 3:3-5), y ese nacer de nuevo (2 Cor 5:17) es el resultado de la salvación que deriva de recibir el Señorío de Cristo en nuestras vidas (Rom 10:8-10), y el recibir el Señorío de Cristo en nuestras vidas nos da el derecho de ser hijos e hijas de Dios (Jn 1:12, Rom 8:14-16). Por lo tanto, el Reino no es, en primera instancia, un reino de súbditos, sino un reino de hijos e hijas. Y como hijos e hijas, somos administradores (1 Ped 4:10) y restauradores de toda la Creación (Rom 8:19-21, que es nuestra co-herencia con Cristo (Rom 8:17). Por lo tanto, la redención de la Creación no es nuestra tarea sino nuestra necesidad, porque es la restauración de la plenitud de nuestra herencia y de nuestra descendencia hasta la mil generación.

La restauración de la paternidad es una necesidad de todas las familias de la tierra, que comienza en la Iglesia por la restauración de la paternidad espiritual. Jesucristo, el fundador de la Iglesia y Su cabeza, no se reveló a sí mismo, sino que reveló al Padre (Jn 14:7, 9-10). Por lo tanto, el carácter que Cristo manifestó es un carácter paternal. La Iglesia, que es Su plenitud, necesita ser también la plenitud de Su carácter paternal (el cuerpo tiene la misma esencia y naturaleza que la Cabeza). Por lo tanto, la Iglesia, para cumplir plenamente el propósito de Dios para ella, necesita ser la manifestación de la plenitud del carácter paternal de Dios (Jn 14:12) en todo. Fue dotada de ese carácter paternal para cumplir el propósito, cada creyente y la suma de ellos como consecuencia, la Iglesia, fuimos dotados de la naturaleza divina (2 Ped 1:4) que implica el carácter paternal, para manifestarlo al mundo, y que el mundo se vuelva a esa maravillosa Paternidad (1 Jn 1:8, 1 Cor 13:4-8, Jn 13:35).

En esencia, la restauración de lo apostólico en la Iglesia (incluído el reconocimiento del ministerio apostólico) es la clave fundamental para la restauración del carácter de Dios en la Iglesia, Su carácter paternal. Más que cualquier otra cosa, lo que marca el carácter apostólico es lo paternal (Jn 13:33; Jn 21:4-5; 1 Cor 4:15; 1 Tes 2:7-12; 1 Jn 2:1, 12, 13, 18, 28; 1 Jn 3:7, 18; 1 Jn 4:4; 1 Jn 5:21; 2 Jn 1, 4, 13; 3 Jn 1-4). Y ello sucede cuando los “líderes” espirituales asumen el rol de padres espirituales de la Iglesia y de todos los hijos e hijas de Dios congregados en ella, más que el rol de jefes, gerente y/o directores de una gran organización eclesiástica, y consideran a los que están a su cuidado como hijos espirituales, con todas las implicaciones que derivan de ello, que son similares a las implicaciones de la paternidad natural:
Prepararlos para el ministerio que Dios les ha impartido (2 Cor 5:18.20, Efe 4:11-16).
Servirles de “trampolín” para el éxito ministerial (Sal 127:3-4, Jn 14:12).
Transferirles la unción, los dones, la revelación, el ministerio, etc., ilimitadamente (Isa 59:21).
Brindarles siempre, todo su apoyo y guía espiritual, emocional y material que requieran para que les vaya bien en la vida (cobertura espiritual, Sal 133, Sal 23).

En esencia, si la Iglesia va a cumplir con plenitud, eficiencia y eficacia el propósito de Dios para ella en el mundo (la restauración del Reino de Dios en la tierra y la transformación de las naciones, va a requerir la restauración de su carácter paternal, que implica la sanidad de la paternidad en todos los ámbitos de la vida (natural y emocional, espiritual, social). Y ello requiere entrar en una nueva dimensión de la intimidad de la relación con Dios, de tal manera que podamos recibir el espíritu de sabiduría y revelación en el conocimiento de El, el Padre, para entender cuál es nuestra identidad en El y cual la esperanza (propósito) a que El nos ha llamado, cuales las riquezas de la gloria de su herencia que como hijos e hijas tenemos en El (que incluye nuestras naciones) y cuál la supereminente grandeza de Su poder para con nosotros (el poder de la resurrección), y que opera en nosotros para cumplir nuestro propósito y recibir nuestra herencia como hijos e hijas de Dios (Efe 1.17-19).



Carácter transformador.

El diseño de Dios para la Iglesia implica también un carácter transformador, no solo de las personas y de las familias, sino de todo su entorno (relaciones, actividades, organizaciones de las que participa, el ámbito laboral y social, etc.). Este mandato de transformación está contenido en muchos pasajes de las Escrituras como por ejemplo Mat 28.18-20 (la Gran Comisión), Mat 6.10 (venga tu Reino y hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo), Mat 5:13-16 (la luz del mundo y la sal de la tierra), Mat 13.33 (la parábola de la levadura), Mat 6:33 (buscar el Reino de Dios y su justicia), Rom 8.19-21 (la liberación de la creación), 2 Cro 7.14 (la sanidad de la tierra), etc.

Desde el Antiguo Testamento, el pueblo de Dios tenía la asignación de ejercer liderazgo a todo nivel de la nación en la que estuvieran (la propia y las demás, Deut 28:12-13) como fue el caso de Moisés, Josué, José, Nehemías, Daniel, etc., y desde esas posiciones, abrir la puerta de las bendiciones a las naciones (Prov 11:10-11, Prov 29:2, Sal 133) para el cumplimiento de la promesa de Dios a Abraham (Gen 12.1-3) de que en él y su descendencia serían de bendición para todas las familias de la tierra (y naciones). Con cuanto mayor razón esa asignación es hoy para la familia de Dios (la Iglesia).

De tal manera que hoy, no solo el pueblo de Dios (Israel), sino también, y con mayor razón, la familia de Dios (la Iglesia) son responsables, delante de Dios, de proveer un liderazgo sabio y entendido a las naciones, en todas las áreas de su actividad (1 Cro 12:32, Deut 1:13, Dan 2:21, Dan 12:3) para guiarlas en el establecimiento del Reino de Dios en todos los ámbitos de su actividad y para que por ello, sean bendecidas con bienestar integral (“shalom” en el Antiguo Testamento, “prosperidad” en el Nuevo Testamento, Mat 6:33).

Para el cumplimiento de este propósito de Dios, la Iglesia necesita salir de sus actuales paradigmas de aislamiento y/o separación del mundo (no podemos reconciliar con Dios y transformar nada de lo cual estemos aislados y/o separados) amparados en el falso paradigma de que todo lo que está fuera de la Iglesia es mundano, carnal y del diablo (la política, la ciencia, la educación, el arte, el gobierno, los negocios, etc.), derivado del también falso paradigma de que si nos aislamos del mundo, el mundo se va a degenerar mucho más rápido y por ende, la venida del Señor será mucho más pronto. Pero la Biblia no nos llama a ser como el sacerdote y el levita de la parábola del buen samaritano, que por estar tan ocupados en sus ocupaciones religiosas pasaron de largo frente al hombre que estaba medio muerto. Más bien fuimos llamados para ser como el buen samaritano, que se acercó a ese hombre, limpió sus heridas, lo vendó y lo llevó a un lugar seguro de restauración (Luc 10:25-37).

Lo que Dios tiene previsto hacer, lo hará en el tiempo que El tiene predeterminado desde antes de la fundación del mundo y que está en su sola potestad (Hch 1:7, 2 Ped 3:9), no en las nuestras, acelerarlo o retardarlo, y además no necesita de nuestra ayuda para ello porque en ninguna parte de la Biblia nos la requiere para esa tarea. Más bien fuimos llamados a cumplir con un propósito, que es meternos en el mundo para transformarlo (Mat 10:16, Luc 10:3, Jn 20:21, Jn 17.15-18), y hasta donde llegó la Biblia, en ninguna parte dijo, después de esos mandatos, que nos saliéramos del mundo y nos encerráramos en las cuatro paredes de nuestros edificios cómodamente a ver como el mundo se auto-destruía. Para quienes sostienen esa posición, la destrucción del mundo será consecuencia de los juicios de Dios sobre El, no de su auto-destrucción, y ello sucederá una vez la Iglesia sea quitada de en medio, no antes (2 Tes 2:7). Mientras la Iglesia no sea quitada de en medio, nuestra misión sigue siendo transformar el mundo y establecer el Reino de Dios en él. Sostener esa falsa posición es tratar de manipular y controlar lo que Dios ya tiene establecido, y ello es como pecado de hechicería.

Que la transformación del mundo (relaciones, actividades, organizaciones, etc.,) es parte del propósito de Dios para la Iglesia no solo se confirma en muchísimos pasajes de la Escritura, sino en la práctica de la Iglesia a lo largo de su historia y el ejercicio de su influencia en todos los ámbitos de la vida social (aún con sus períodos oscuros, Hch 17:6): entre muchísimas otras cosas, bajo su sombra se desarrollaron las escuelas y universidades en el campo de la educación, los hospitales y los asilos de huérfanos y ancianos en el campo de la salud, la formación de gremios y talleres artesanales que luego dieron lugar a la revolución industrial en la economía, la influencia en la política manifestada en leyes que introdujeron más justicia en el gobierno, la economía, el campo laboral y las relaciones internacionales, y desembocaron en la Declaración de los Derechos Humanos; la lucha por la emancipación de los esclavos y la desaparición de la esclavitud, el racismo y los derechos civiles de las mujeres y las minorías, la organización del gobierno en tres poderes (ejecutivo, legislativo y judicial, para balancear el ejercicio del poder –pesos y contrapesos-, etc.), su impulso al arte en todas sus manifestaciones, su contribución a la ciencia por el impulso dado en los talleres artesanales al mejoramiento de las máquinas y al desarrollo de la imprenta, etc.).

Para el cumplimiento de su propósito transformador, la iglesia no solo debe ser nuclear (centrada en las actividades propias cristianas en el ámbito de la iglesia local) sino extendida, unida al nivel de todos sus cuerpos locales, organizada geográficamente y centrada en el propósito de Dios de establecer el Reino en sus naciones, adiestrando hombres y mujeres (todos, 2 Cor 5.18-20) que tengan como su ministerio influir en la transformación social desde el ámbito laboral, económico, corporativo, científico, educativo, político, de negocios, etc.

El cumplimiento de todo ello depende:
En principio y como ya lo mencionamos, de la revisión, rompimiento y eliminación de sus paradigmas no bíblicos, que impiden el cumplimiento de ese propósito, y que más bien, comparten el espíritu del pensamiento humanista de separar a Dios y la Iglesia del mundo natural y de todas las actividades del mundo social y que pretenden erigir al hombre como el falso dios de esos dos mundos, estableciendo sus propias normas y leyes (Rom 1:18-31, Prov 16:25). Por amor al mundo, a las criaturas de Dios y a los seres humanos que no se han convertido a Cristo, debemos luchar fuertemente por desaparecer este punto de vista dentro de la Iglesia y en el mundo, para evitar las maldiciones que de él derivan que se traducen en miseria, enfermedad, opresión y muerte.
Que la Iglesia restaure la formación de verdaderos discípulos de acuerdo a la Gran Comisión (Mat 28.18-20) y a Efe 4:11-16, de tal manera que todo creyente, en todo lugar donde se encuentre, aplique los principios de Dios para su carácter, relaciones y actividades, transformándolas de acuerdo a la voluntad de Dios para ellas, y estableciendo el Reino de Dios y su justicia en esos ámbitos (Mat 6:33).
Que la Iglesia “mueva” su predicación hacia la habilitación de los creyentes para la transformación de su entorno familiar, laboral y social, para formarlos y equiparlos para el ministerio de la reconciliación que Dios le ha asignado a cada uno (2 Cor 5:17-21, Rom 8.19-21), ya sea en el campo de la familia, los negocios, la educación, el gobierno, la administración, la ciencia, el deporte, el arte, la cultura, etc., y por supuesto, la Iglesia.
Que la Iglesia se enfoque en la formación y activación de hijos e hijas de Dios, servidores y ministros (reyes y sacerdotes) para la transformación, comprometidos con ella, equipándolos como guerreros espirituales (2 Cor 10:4-6, Efe 3:8-10, Efe 6:10-18) y como hacedores de la Palabra en lo natural y social (Efe 4:11-16).




Carácter ministerial.

Una de la característica diferenciadoras del cristianismo, en relación a otras religiones, es que no debería tener una élite sacerdotal y otra laica. En la religión, unos pocos son los “privilegiados” de servir a su dios, en tanto que los muchos, no tienen nada que hacer, más que participar pasivamente en las actividades cúlticas. Obviamente, como esta forma de pensar corresponde, básicamente a las religiones no cristianas, este paradigma tiene su origen en Babilonia (el origen de todas las religiones anti-bíblicas), y por lo tanto, viene del diablo. De este paradigma central devienen otra serie de paradigmas que también tienen su origen último en el diablo, y cuyo fin primordial es programar la mente de las personas en todo el mundo para que no entren en una búsqueda mayor de Dios y en una mayor intimidad con El.

La Palabra de Dios en 2 Cor 5:17-21 nos enseña que todos los nacidos de nuevo son hechos ministros de la reconciliación para con Dios. Igualmente en Apo 1:5-6, Apo 5.10 y 1 Ped 2:9, la Biblia nos enseñan que todos los y las creyentes somos reyes y sacerdotes para Dios, y una de nuestras responsabilidades es anunciar las virtudes de Aquel que nos llamó de las tinieblas a la luz. 2 Tim 2:2, igual que Mat 28:18-20, nos dan a todos los y las creyentes el mandato de discipular a otros, enseñándoles a guardar todo lo que Jesús nos mandó. Efe 4:11-16 nos enseña que los oficios eclesiásticos (apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros) son puestos en la Iglesia para entrenar a los santos (todos los hijos e hijas de Dios) para la obra del ministerio, con lo cual reafirma que todos los y las creyentes somos ministros de Dios.

En este ámbito, la Iglesia en general (todos y todas los que la constituimos) necesitamos romper el paradigma clásico, manifestado de diversas formas, que ha estado en el ambiente eclesiástico, consciente o inconscientemente, respecto a que solo unos cuantos pueden servir a Dios activamente, y la gran mayoría, el único servicio que podemos hacerle a Dios es asistir a los servicios y cultos. Como ya vimos anteriormente, este paradigma falso tiene su origen en Babilonia, y es una estrategia que el diablo ha utilizado siempre, desde el inicio de la iglesia, para neutralizar a la mayoría de cristianos y evitar que se movilicen para desarrollar el Reino de Dios en la tierra, y por ende, seguir ejerciendo espuriamente, su dominio en ella.

Derivado de este paradigma, también manejamos otro parecido: que a Dios solo le podemos servir en la congregación de los santos, pero fuera de ella no hay ningún otro servicio a Dios posible. Es decir, que no servimos a Dios cuando trabajamos en lo no eclesiástico (lo secular), o que quienes no están dentro de la estructura de servicio eclesiástico, no son ministros (sino laicos). Por el otro lado, también está otro paradigma clásico de que para servir a Dios hay que llenar una gran cantidad de requisitos de estudio y tener títulos académicos y aplicar una cantidad de normas y reglas que supuestamente preservan el ejercicio del ministerio eclesiástico, pero que al final de cuentas, lo único que hacen es limitarlo. Necesitamos regresar total e incondicionalmente al pensamiento bíblico en todas las áreas, y en el área ministerial, principalmente. Esas viejas formas de pensar deben ser sustituidas por lo que la Palabra de Dios dice al respecto:
Todo trabajo o tarea que hacemos para Dios (Col 3:22-24) es servicio a El y al prójimo.
Todo servicio a El y al prójimo, que cubre el principio anterior, es ministerio (Mar 10:42-45).
Todos los y las creyentes somos ministros de Dios (2 Cor 5:18), porque podemos servirle a El y al prójimo en cualquier ámbito de la vida (Rom 8.19-21, Mat 13:33).
El ministerio no solo se realiza en el ámbito de lo eclesiástico. También hay ministerios, y múltiples e igualmente valiosos, en el ámbito de lo no eclesiástico (negocios, educación, ciencia, tecnología, gobierno, política, arte, etc.) (Mat 5:13-16, Col 1:15-20).
Los hasta hace poco llamados ministerios (Efe 4:11), no son los únicos ministerios (servicios) en el ámbito eclesiástico. Hay otros muchos ministerios como el diaconado (Hch 6:1-7), la alabanza (1 Cro 9:33), el discipulado (2 Tim 2:2), etc.
Los hasta hace poco llamados ministerios no son más que oficios para el perfeccionamiento (formación, capacitación, entrenamiento y activación) de ministros.

Necesitamos ver la Iglesia como la ve Jesús: una iglesia, no de ovejas, sino de ministros, que hacen conjuntamente con El, Su obra en el mundo. La Iglesia fue diseñada para servir a ese propósito, no solo místicamente, sino prácticamente, en todos los órdenes de la vida. Servimos a Dios cuando conocemos Su Palabra y la ponemos por obra. Servimos a Dios cuando servimos a las personas que nos rodean (Mat 25:31-46), no solo nuestros hermanos en la fe. Y el servicio no solo implica en los temas y las cosas espirituales, sino también en los temas y cosas de la esfera natural y social, no solo ayudando a las personas, sino transformando su entorno mediante el desarrollo del Reino de Dios y su justicia (sus principios) en nuestras relaciones y actividades cotidianas, y no solo para hoy, sino también a largo plazo, transformando nuestros entornos sociales (Mat 13:33, Mat 5:13-16). Este servicio también es importante, porque las necesidades de las personas, en última instancia, son el resultado de las estructuras sociales, económicas, políticas, etc., derivadas del pecado y los hijos e hijas de dios fuimos llamados para liberar la creación entera (y entre ella, nuestra organización social) de las consecuencias del pecado (Rom 8:19-21) transformando mediante nuestro testimonio de vida y la aplicación de todos los principios de la Palabra de Dios en todas nuestras situaciones y momentos, los patrones de relaciones injustas que constituyen las estructuras injustas, y todo ello, no por medios naturales ni humanos, sino espirituales. El Camino es Jesús, que cambia el corazón, las relaciones y las estructuras de relaciones injustas por relaciones justas.

Desde esta perspectiva del ministerio, la Iglesia es una Iglesia ministerial por cuanto está formada por ministros en proceso de desarrollo y que necesita habilitas, y también lo es porque tiene una amplia gama de posibilidades para desarrollar ministerios prácticos dirigidos hacia prácticamente todas las áreas de la actividad humana: negocios, educación, ciencia, gobierno, cultura, arte, deporte, tecnología, etc.

Además de romper la división no bíblica entre lo secular (satanizado) y lo eclesiástico (divinizado) de acuerdo con Rom 11:36 y Col 1:15-20, la Iglesia también necesita romper con la indiferencia, la pasividad y el aislamiento, resultantes de ese falso paradigma, con respecto al mundo y volvernos en misericordia hacia él para redimirlo (Luc 10:25-37, la parábola del buen samaritano), habilitando y activando los ministerios de los hermanos que se encuentran laborando en esas áreas, dándoles todo el apoyo que requieran tanto en cuanto a los recursos espirituales como materiales y naturales.

En esta tarea hay un campo maravilloso también para desarrollar la unidad de la Iglesia, por medio de hacer alianzas con otros ministerios para apoyar a alcanzar las áreas en las cuales nosotros tenemos fortalezas y recibiendo apoyo para alcanzar las áreas en las cuales tenemos debilidades, haciendo cada quién aquello para lo que fue habilitado por Dios funcionando verdaderamente como un Cuerpo.

Dios ha levantado a cada creyente como un ministro Suyo, para alcanzar y transformar a través de él, todas sus relaciones y áreas de actividad, dotándolos de los dones y la unción para realizarlo, por lo que nuestra función como Iglesia es verlos como ministros, restaurar y desarrollar su identidad ministerial y adiestrarlos como tales para que hagan la obra a la que Dios los ha llamado en y desde su campo laboral específico.




Carácter ofensivo.

La Iglesia también fue diseñada por Dios para ser un ejército, pero no cualquier ejército, sino un ejército poderoso, ofensivo, invasivo y conquistador (Efe 3:8-11, Efe 6:10-18, 2 Tim 2:3, Mat 28:19, Mar 16:15-18, Hch 1:8).

Cuando Jesús estuvo en su ministerio terrenal, así como cuando Juan, Pablo y Pedro, así como los demás escritores recibieron la inspiración de las Escrituras, el ejército que constituía el modelo para todo el mundo era el ejército romano, y fue precisamente ese ejército el que le sirvió de modelo a Pablo, por inspiración del Espíritu Santo cuando describió la armadura de Dios (Efe 6:10-18).

El ejército romano era un ejército poderoso, ofensivo, invasivo y conquistador. Todo el tiempo estaba llevando las fronteras del imperio romano más allá de donde ya estaban. Era un ejército que no descansaba, que generalmente estaba en campaña permanente, contra los enemigos del imperio y contra los pueblos que estaban en sus fronteras para conquistarlos e imponerles su estilo de vida y cultura.

Igualmente, la Iglesia es como ese ejército: todo el tiempo está en campaña contra su enemigo: el diablo con sus principados, potestades, gobernadores, autoridades y huestes espirituales de maldad, para ensanchar las fronteras del Reino de Dios y su justicia, enseñando a todo el mundo conquistado a vivir en el estilo de vida cristiano (Mat 28.18-20).

La Iglesia fue diseñada para poner a los enemigos de Cristo por estrado de sus pies (Heb 10:13) sometiendo todas las cosas al Señorío (reinado) de Cristo (Efe 1:9-10, Col 1:15-20), por lo cual libra una guerra permanente, de carácter espiritual, invasiva, agresiva y contínua, contra los dominios del diablo, para salvar a las personas trasladándolas de la potestad de las tinieblas al Reino de la Luz (Luc 26:18, Col 1:13).

Esta guerra la iglesia la libra en tres niveles:
En el nivel individual y familiar, echando fuera demonios, sanando a los enfermos, liberando a los cautivos (Mat 16:15-18, Luc 4:18-19).
En el nivel corporativo (iglesia), contra fortalezas, argumentos y altiveces (sistemas ideológicos y religiosos, ocultismo, paganismo, satanismo, idolatría, etc.) que se oponen al conocimiento verdadero de Dios (2 Cor 10:4-6).
En el nivel territorial, en los aires, para liberar a las áreas geográficas y naciones de la influencia y potestad satánicas (Mat 28:18-20, Rom 8.19-21, Hch 17:26-28, Efe 3:8).

La Iglesia debe conquistar todos los espacios que ha ganado el diablo a través de los liderazgos y sabiduría humana, para resolver los problemas y necesidades de las naciones (Jer 15:19, 2 Cro 12:32, 2 Cro 7:14), por lo que necesita desarrollar la pertinencia (aplicación actualizada, correspondencia, respuesta y actuar efectivos y eficaces) de su mensaje y de los principios de la Palabra de Dios para resolver los problemas y necesidades que afectan a las personas, familias, iglesias, organizaciones y naciones, que conlleva la modernidad. Ello implica la necesidad de, entre otras:
Extraer y desarrollar sin legalismos y sistemáticamente, la sabiduría de Dios para los problemas actuales (2 Tim 3:16-17).
Desarrollar los liderazgos internos para prepararlos para que ocupen posiciones externas (Prov 29:2).
Levantar su voz como la voz profética de Dios, como su embajadora (2 Cor 5:18-21) para dar dirección a las naciones (Prov 29.18, Ezeq 33:7-11).
Comprometerse bíblicamente con el servicio (Mat 25:31-46) y la acción sociales(Mat 5:13-16, Mat 13:33, 2 Cro 7:14, Rom 8:19-21, Mat 18:18-20).




Conclusión.

La Iglesia necesita involucrarse en un proceso profundo de transformación del mundo que la rodea para establecer el Reino de Dios y su justicia en él, pero antes de iniciar esa tarea, necesita involucrarse en una profunda reforma de sí misma para retomar su carácter apostólico en todas sus facetas (como la Iglesia primera) y juntamente con ello, el propósito para el cual Dios la estableció sobre la tierra y su compromiso con ese propósito tomando como referencia, no las doctrinas teológicas y las doctrinas denominacionales que muchas veces se sitúan tan solo en la periferia de la cosmovisión bíblica, cuando no totalmente fuera de ella, sino precisamente esa cosmovisión. Y Dios, precisamente, lo está haciendo ya, todavía con un perfil bajo, pero que en los próximos tiempos se incrementará hasta ser un mover de alcance mundial y por toda la iglesia, horizontal y transverslamente. Nuestra única opción es ser parte de ese mover, o mantener nuestra posición pasiva y escapista La respuesta comienza con ser una respuesta personal, para convertirnos en los agentes transformadores de Dios o en los mantenedores del status quo. En cualquiera de ambos casos, daremos cuentas a Dios por ello. Hoy más que en cualquier otro tiempo, necesitaremos tener oídos para oír lo que el Espíritu le está diciendo a la Iglesia.


Conclusiones.

De acuerdo con la cosmovisión cristiana bíblica la iglesia no es un centro de reunión enfocada en sí misma, ni solo un centro de salvación. Es básicamente un lugar de entrenamiento para desarrollar el Señorío de Cristo en las personas, y a través de ellas, desarrollar el Reino de Dios hacia afuera de la Iglesia, interviniendo a través de ellas, en la transformación del mundo que las rodea, para llevarlo bajo el Señorío de Cristo también (Col 1:15-29, Efe 1:9-10, Mat 28.18-.20).

Para ello es necesaria una reforma profunda en el enfoque de la Iglesia, en sus objetivos y metas, volviendo al propósito pleno de Dios para ella, y ello implica retomar su carácter apostólico que implica retomar:
• El carácter sobrenatural: la intimidad, el poder, los dones.
• El carácter familiar: unidad en medio de la diversidad.
• El carácter maternal: cuidado.
• El carácter paternal: formación.
• El carácter innovador y transformador: constructora y desarrolladora del Reino de Dios.
• El carácter ministerial: desarrollo de ministros para la construcción y desarrollo del Reino.
• El carácter guerrero, ofensivo e invasivo: contra el reino de las tinieblas.

El retomar la plenitud del carácter apostólico para el que fue diseñada por Dios, implica el rompimiento de muchos paradigmas que han regido la actividad, organización, enfoque y relación eclesiástica, para volvernos a la literalidad de la Palabra de Dios. Nunca fue el propósito de Dios que Su Palabra no fuera tomada por nosotros literalmente, Los principios de la Palabra de Dios permanecen para siempre, no cambian con los tiempos. Las formas de aplicación pueden variar de un lugar a otro y de una circunstancia a otros, pero los principios son inmutables, y la Iglesia necesita regresar a la plenitud de la vigencia de esos principios, para que se manifieste al mundo de acuerdo con el propósito de Dios para ella y no solo retome la gloria de la que fue investida, sino que la desarrolle de tal manera que la gloria de la casa postrera (la gloria de la Iglesia de este tiempo) sea mayor que la gloria de la casa primera (la Iglesia del libro de los Hechos) de acuerdo a lo que nos enseña la Palabra de Dios en Hac 2:9.y veamos al mundo a nuestro alrededor, siendo transformado y revolucionado para la gloria de nuestro Padre y Dios en un mayor grado que lo que la Iglesia del libro de Hechos transformó el mundo de su tiempo (Hch 17;:6, 2 Cro 7.14).

Y ello aún cuando la segunda venida de Cristo sea inminente. La obediencia a Su propósito nunca está condicionada en la Biblia a la cercanía o lejanía de su segunda venida. Hasta el último instante de su presencia en la tierra, la Iglesia debe ser obediente al cumplimiento de ese propósito. La inminencia de la venida de Cristo no nos justifica un comportamiento evasivo y escapista como el del sacerdote y el levita de la parábola del buen samaritano (Luc 10:25-37), más bien ello debe constituirse en un llamado a la urgencia del cumplimiento de nuestro propósito a fin de que más personas vengan bajo el Señorío y Reino de Cristo, que es el único camino de salvación posible para ellas (Jn 14:6).

La Iglesia necesita re-entender que Su propósito es el desarrollo y extensión del Reino hacia afuera de sí misma, no su crecimiento interno ni el desarrollo institucional y/u organizacional. Esas son las añadiduras que derivaran del cumplimiento del propósito de Dios para ella, que consiste en buscar (y desarrollar) el Reino de Dios y su justicia (la transformación de las relaciones y actividades a su alrededor, en la sociedad en la que fue puesta por Dios) de acuerdo a la oración de Jesús (Mat 6.10) y a Su mandato a todos nosotros (Mat 6:33). Necesitamos entender que la misión que Dios nos dio según Mat 28:18-20 es una misión integral: espíritu, alma y cuerpo de las personas (1 Tes 5:23) pero también las personas y la sociedad, lo humano y la creación (Rom 8.19-21), y que no tenemos derecho a disminuir esa misión de ninguna manera. Necesitamos entender que nuestro campo de acción no es la iglesia sino el mundo, y reenfocar toda nuestra acción, objetivos, metas, programas, desarrollo y organización, hacia el cumplimiento de esos

27 Jun 2009
Referencia: Tema No. 21b.