Estudio Bíblico

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Módulo 102. Paternidad y amor de Dios.



LA DIMENSION DEL AMOR PATERNAL DE DIOS.


“Por esta causa doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo, de quien toma nombre toda familia en los cielos y en la tierra, para que os dé, conforme a las riquezas de su gloria, el ser fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu; para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones, a fin de que, arraigados y cimentados en amor, seáis plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios. (Efe 3:14-19).

“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo Unigénito, para que todo aquel que en El cree, no se pierda, más tenga vida eterna.” (Jn 3:16.)

“El amor nunca deja de ser.” (1 Cor 13:8)

La oración de Pablo por los Efesos que está consignada en Efe 3:14-19, nos habla de que el amor de Cristo hacia nosotros, que es el equivalente al amor de Dios, tiene unas dimensiones que implican anchura, longitud, profundidad y altura.

Esas dimensiones del amor de Dios por nosotros (“de tal manera amó Dios al mundo”) no pueden ser percibidas por medio de nuestros sentidos y/o nuestra mente natural porque exceden a todo conocimiento o forma humana o natural de amor que podamos conocer. Es una forma de amor totalmente sobrenatural. Aún el mayor amor humano que hubiéramos percibido o experimentado en nuestra vida, aún el mayor y mejor amor de padre o madre terrenal que hubiéramos podido experimentar en nuestra vida, no es sino una sombra imperfecta, una imagen borrosa, una copia lejana del original maravilloso que viene de Dios, nuestro Padre amoroso:

“Antes bien, como está escrito: cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman. Pero Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu; porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios. Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Así tampoco nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido, lo cual también hablamos, no con palabras enseñadas por sabiduría humana, sino con las que enseña el Espíritu, acomodando lo espiritual a lo espiritual. Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente. En cambio el espiritual juzga todas las cosas; pero él no es juzgado de nadie. Porque ¿quién conoció la mente del Señor? ¿Quién le instruirá? Mas nosotros tenemos la mente de Cristo.” (1 Cor 2:9-16).

Cuando los seres humanos amamos, generalmente ese amor surge a raíz de la presencia de alguna o varias de las siguientes características de la persona que amamos o experiencias derivadas de su presencia junto a nosotros: sus méritos, alguna necesidad que llena en nosotros, lo bien que nos hace sentir, el placer que podemos experimentar en su presencia, las emociones que nos provee, el atractivo que posee, los beneficios que experimentamos derivados de su presencia o cercanía, o alguna otra cosa por el estilo que nos podamos imaginar. En algunos casos, como el amor familiar, es instintivo. Aún el amor de madre, que tradicionalmente se ha considerado como el amor más desinteresado que existe en el ser humano, aún ese amor, a partir de la forma primaria instintiva, crece motivado por la presencia de alguna o varias de esas características presentes en el niño.

Sin embargo, el amor sobrenatural que nuestro Amante Padre Dios nos tiene no está basado en ninguna de esas características o situaciones. Si hablamos de méritos, ¿cuáles méritos podríamos nosotros exponer como justificativos de que El nos amará? Más bien lo que podríamos exhibir delante de El abundantemente serían los deméritos de nuestros pecados. Si de suplir necesidades se tratara, ¿qué necesidad podría tener El cuya provisión no fuera suplida por el poder creador de Su Palabra, si mediante ese poder creador El creó todo lo que existe? Si El tuviera alguna necesidad simplemente con el poder de Su Palabra ordena que sea creada la provisión para la misma y esa necesidad es suplida, lo que implica que tampoco nos necesita para ello. ¿Qué placer o sensación placentera podríamos nosotros crear en El por nosotros mismos, con todas nuestras imperfecciones, comparados con la belleza de toda su creación? ¿Qué emociones podríamos nosotros proveerle a El sino las emociones frustrantes de nuestros recurrentes errores e imperfecciones que constantemente estamos no solo cometiendo, sino repitiendo, sin tomar aprendizaje muchas veces de las experiencias pasadas? ¿Qué atractivo podemos poseer confrontado con el atractivo de la creación que manifiesta toda ella la gloria de Dios? ¿Qué beneficio puede experimentar El de nuestra presencia o cercanía?

De hecho, ese amor fue derramado sobre nosotros y hacia nosotros, en su máxima expresión, hace 2000 años en la Cruz del Calvario, mucho antes de que siquiera existiéramos y hubiéramos podido hacer algo por merecerlo. Es más, fue derramado sobre nosotros y hacia nosotros, precisamente porque no lo mereceríamos de ninguna manera ni por cualquier situación, sino por todo lo contrario, porque no lo merecíamos ni existiría manera alguna de alcanzarlo, a menos que Jesús muriera por nosotros, por nuestros pecados, y nos abriera la puerta y el camino hacia ese amor sobrenatural:

“Porque Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos. Ciertamente, apenas morirá alguno por un justo; con todo, pudiera ser que alguno osara morir por el bueno. Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros. Pues mucho más, estando ya justificados en su sangre, por él seremos salvos de la ira. Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida. Y no sólo esto, sino que también nos gloriamos en Dios por el Señor nuestro Jesucristo, por quien hemos recibido ahora la reconciliación. (Rom 5:6-11).

Como ya mencionamos, ese amor sobrenatural, infinito, maravilloso, inmenso, hermoso, grandioso, solo puede ser percibido espiritualmente. Solo viviendo dentro de ese amor podremos comprender esa dimensión, y aún viviendo dentro del mismo, para alcanzar ese conocimiento necesitamos estar arraigados y cimentados, profundamente enraízados y “metidos” en él como para poder percibir esa dimensión.


De tal manera amó Dios.

Cuando la Palabra utiliza esta expresión se está refiriendo a una medida que está fuera del alcance de nuestra comprensión, de hecho se trata de algo que no puede ser medido de ninguna manera porque es ilimitado, infinito, incomprensible para nuestra mente humana limitada (1 Cor 13:4-7).


El amor nunca deja de ser.

Pasarán los años, las circunstancias que sean, las palabras que sean dichas, los sentimientos que sean expresados, lo que sea, pero el amor, tal como Dios lo concibe y Dios es, es inconmovible, no se modifica, no cambia, no disminuye ni tampoco aumenta porque es dado por Dios a nosotros, desde el principio, en su máxima dimensión: “De tal manera amó Dios” (Jn 3:16). Eso también quiere decir que El nos ha amado con amor eterno desde la eternidad pasada hasta la eternidad futura pasando por el hoy y que nada nos puede separar de su amor. Nada que seamos o dejemos de ser, nada que hagamos o dejemos de hacer, nada que digamos o dejemos de decir, nada que pensemos o sintamos o dejemos de pensar o de sentir. Nada es nada. Absolutamente nada. Totalmente nada. El nos ama desde siempre, para siempre y siempre de la misma manera.

“Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro.” (Rom 8:38-39).

Igualmente que sucede con nosotros sucede con el mundo: El los ha amado y los ama de tal manera, y como su amor nunca deja de ser, El los sigue amando, aún cuando estén en rebelión y alejados de El y no quieran saber nada de El. Aún cuando sufre por su pecado y es lastimado por él, no por ello deja de amarlos (como el padre del hijo pródigo que no dejo de amar a su hijo aún cuando este andaba viviendo perdidamente). El hombre y la mujer que no reconocen a Cristo como su Señor y Salvador y por ello se van a ir al infierno, en ese momento se van a enfrentar con dos tragedias irreparables en su decisión:

a) Darse cuenta de que no están en el infierno por sus pecados sino por no reconocer a Jesús como su Señor y Salvador, porque todos sus pecados habían sido pagados de antemano por el Señor Jesucristo en la Cruz del Calvario, donde cargó el pecado de todos nosotros (Isa 53:6, Jn 1:29).

b) Darse cuenta de que fueron amados de y por Dios ilimitadamente, pero no con un amor alcahuete sino con un amor justo que no podría ir contra la santidad y la justicia de Dios (Rom 8:31-37).

Cada vez que una persona sella su destino eterno hacia el infierno, el corazón de Dios se ha de doler de una manera inimaginable, porque esa persona es una persona a la cual El amó de la misma manera que nos amó a nosotros pero que lo rechazó hasta el último momento de su vida. Cuando una persona se arrepiente aunque ello ocurra en el último momento de su vida, Dios tiene misericordia de El y lo convierte en su hijo, y le lleva junto a El al Paraíso (el ladrón arrepentido en el Calvario) aunque no haya hecho ningún mérito ni ninguna obra, porque nuestra llegada al Paraíso no es por nuestras obras sino por el amor de El. Si usted es como una de estas personas que todavía no ha sellado su destino eterno para ir al Cielo a encontrarse con Su Padre Celestial cara a cara, entregándole su vida a Cristo, este es el momento. No requiere ninguna condición o requisito, solo creer en El como su Salvador y Señor:

“Mas ¿qué dice? Cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón. Esta es la palabra de fe que predicamos: que si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación. Pues la Escritura dice: Todo aquel que en él creyere, no será avergonzado. Porque no hay diferencia entre judío y griego, pues el mismo que es Señor de todos, es rico para con todos los que le invocan; porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo. (Rom 10:8-13).


Aplicaciones práctica a nuestra vida.

Primero, y por sobre todas las cosas, un corazón agradecido hacia El por su infinito amor manifestado hacia nosotros, no solo en la muerte de Jesús en la Cruz para que pudiéramos ser salvos eternamente y adoptados hijos e hijas suyos, sino por todas las bendiciones adicionales que El nos ha provisto a lo largo de nuestra vida terrenal, incluso aún antes de reconocerle como nuestro Padre. Algunas de esas bendiciones, son, por ejemplo:

a) La familia terrenal en la que nacimos: nuestros padres y hermanos. Alguien podría decir en este momento que esa familia no fue una bendición sino una maldición por todos los problemas que durante su infancia, adolescencia y/o toda su vida le ocasionaron. Ante ello, permítame decirle dos cosas que seguramente le permitirán ver la situación desde otro ángulo y poder apreciar la bendición de Dios aún en medio de esas circunstancias adversas:

a.1) ¿Esa familia terrenal, si bien es cierto que quizá no fue la mejor que pudo haber tenido, no es cierto también que pudo haber sido peor de lo que fue económica, social, moral, sicológica y físicamente?

a.2) ¿Si su vida familiar hubiera sido perfecta, hubiera buscado a Cristo como respuesta a su vida? ¿No hubiera sido eso suficiente motivo para hacer de sus familiares o de su familia ídolos que controlaran su vida o que ocuparan el lugar de Dios en ella? ¿No hubiera sido eso suficiente motivo para pensar que usted estaba bien y que no necesitaba a Dios?

b) El lugar geográfico y el tiempo en el que nacimos, crecimos y nos desarrollamos. Alguien podría decir también que eso no fue una bendición, pero siguiendo los mismos principios de análisis que utilizamos en relación con la familia terrenal, ¿no terminaríamos concluyendo que esa fue una bendición y no una maldición?.

c) Igualmente podríamos proceder con todas las circunstancias y momentos de nuestra vida. Cada uno de ellos, buenos y malos, han contribuido a formar a la persona que somos, y sin ellos definitivamente no seríamos quienes somos ni tendríamos el privilegio y la honra de conocer a nuestro Señor Jesucristo como Señor y Salvador y a nuestro Padre Amante como nuestro Padre Perfecto.

Recordemos lo que dice la Palabra de Dios al respecto:

“Porque tú formaste mis entrañas; tú me hiciste en el vientre de mi madre. Te alabaré; porque formidables, maravillosas son tus obras; estoy maravillado, Y mi alma lo sabe muy bien. No fue encubierto de ti mi cuerpo, bien que en oculto fui formado, y entretejido en lo más profundo de la tierra. Mi embrión vieron tus ojos, y en tu libro estaban escritas todas aquellas cosas que fueron luego formadas, sin faltar una de ellas.” (Sal 139:13-16).

“¿No se venden dos pajarillos por un cuarto? Con todo, ni uno de ellos cae a tierra sin vuestro Padre. Pues aun vuestros cabellos están todos contados. Así que, no temáis; más valéis vosotros que muchos pajarillos.” (Mat 10:29-31).

“Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados. Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos. Y a los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó. (Rom 8:28-30).

“De una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres para que habiten sobre toda la faz de la tierra; y les ha prefijado el orden de los tiempos y los límites de su habitación, para que busquen a Dios, si en alguna manera, palpando, puedan hallarlo, aunque ciertamente no está lejos de cada uno de nosotros, porque en él vivimos, nos movemos y somos; como algunos de vuestros propios poetas también han dicho: “Porque linaje suyo somos”. (Hch 17:26-28).

Todo lo que nos ha pasado en la vida está bajo el control de nuestro Padre Amoroso que todo lo hace obrar para nuestro bien, siendo ese bien supremo el tener y pasar la vida eterna con El, en Su casa que es nuestra casa. Ahora entiendo por qué Pablo decía:

“Dad gracias en todo, porque esta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús”. (1 Tes 5:18).

“…dando siempre gracias por todo al Dios y Padre, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo.” (Efe 5:20).

En segundo lugar, necesitamos reconocer que nuestro Padre nos ama ilimitadamente, incondicionalmente, independientemente de nuestras características. Y como una de sus metas para nosotros es que reflejemos el carácter de Cristo (Rom 8:29), ello implica que nuestro amor hacia El y hacia las demás personas debe tender cada día a ese modelo: debe estar basado en amarlo por Quién El es y no por lo que ha hecho o hará por nosotros. El solo hecho de ser salvos y salvas y haber sido adoptados hijos e hijas suyo mediante el precio de la Sangre Preciosa de Jesús, nuestro Hermano Mayor, es motivo más que suficiente para amarlo por el resto de nuestras vidas. Por el otro lado, nuestro amor a El no es sino la consecuencia de que El nos amó primero (1 Jn 4:19, Luc 7:47).

Nuestro amor hacia El tampoco debe estar condicionado a si tenemos el tiempo, el ánimo, o existen determinadas características o situaciones para amarlo. Vamos a amarlo a pesar de las circunstancias. La madurez en el amor se manifiesta precisamente en pasar de un primer momento en que amamos por lo que la otra persona hace a favor nuestro, a un amor que ama independientemente de lo que la otra persona sea o haga con o por nosotros.

Nuestro amor hacia las demás personas también debe obedecer a esas mismas perspectivas: amarlas por quienes son y no por lo que hacen en nuestro favor; y aún más allá: amarlas a pesar de que en lugar de hacer algo a nuestro favor puedan hacer algo en nuestra contra. Ese tipo de amor es el que nuestro Padre nos tiene, pues a pesar de nuestra extrema maldad hacia El, El nos amó y nos ama ilimitadamente. Esa clase de amor no es un amor ajeno a nuestra nueva naturaleza, más bien es un amor cuya necesidad deviene precisamente de esa nueva naturaleza: Dios nuestro Padre, que es Amor, vive en nosotros. Amar de otra forma no solo no es amor sino que es insatisfactorio porque es algo ajeno a nosotros mismos, a la nueva persona que ahora somos en esencia (2 Cor 5:17).

Una evidencia clara de que hemos comprendido y estamos viviendo el amor de nuestro Padre en toda su dimensión es el hecho de amar a las personas pecadoras, lo cual no significa la aprobación de su pecado, sino amarlos a pesar de esos pecados. Si nuestro Padre los ama con el mismo amor que me ama a nosotros, ¿quienes somos para no amarlos de la misma manera, despreciarlos de hecho y/o de palabra, situación que muchas veces hemos encubierto espiritualizando nuestro rechazo con palabras como “impío, perdido, incrédulo, etc.”, que si bien son las palabras que la Biblia utiliza para referirse a los que no han recibido a Jesús como Señor y Salvador, el problema está en la carga o la connotación que les hemos dado en nuestro lenguaje eclesiástico y religioso, en el que muchas veces tienen una carga de desprecio o menosprecio incluida, que no es la actitud de la Palabra ni de nuestro Padre amoroso al utilizarlas.

“Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios. El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor. En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él. 10En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados. Amados, si Dios nos ha amado así, debemos también nosotros amarnos unos a otros. Nadie ha visto jamás a Dios. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor se ha perfeccionado en nosotros. (1 Jn 4:7-12).

Tercero. Reconocer el amor paternal de Dios hacia mí y sus características preciosas me liberta de la esclavitud de la “meritología”, del “legalismo”, del “activismo”. Como Su amor hacia mi no depende de mi desempeño, puedo sentirme libre de dar lo mejor de mí mismo por amor a El aun cuando no logré llegar a altos estándares en ese dar o a los estándares que otros consideran altos. Solo dar lo mejor de mí es suficiente, porque mi Padre no me va a amar más o menos por ello. Ya me ama con el máximo amor que El puede amar y me ha garantizado que como su amor por mi es eterno, me va a amar con esa misma cantidad de amor todo el resto de la vida terrenal y eterna. Y por otro lado también me libera de la esclavitud de buscar ser más amado que otro, porque delante de El yo y todos mis hermanos en la fé somos amados de la misma manera, con la misma intensidad, y al 100% por nuestro Padre.

Aún cuando nuestra experiencia con el amor humano generalmente ha sido la de haber recibido amor a cambio de algo que hiciéramos o haber dejado de recibirlo por algo que no hiciéramos bien, el amor sobrenatural de nuestro Papito Celestial no obedece a esos parámetros. Si siendo enemigos de El debido a nuestros pecados nos amó, cuanto más ahora que somos sus hijos nos va a amar con esa misma intensidad. El me ama independientemente de mis obras o de mi desempeño. De hecho, las buenas obras que pueda hacer en el transcurso de mi vida El las preparó de antemano para que las hiciera (Efe 2:10). En consecuencia, el mérito de ellas no es mío sino de El, y por lo tanto podría exhibirlas, si ese fuera el caso, como argumentos para ser más amados por El.

El hecho de que El haya preparado esas buenas obras de antemano para que yo las hiciera, al mismo tiempo que me libera de tratar de ganarme su amor en base a esas obras, me impulsa a realizarlas porque es Su voluntad para mí. Contrario a lo que muchos podrían pensar, el hecho de que por mis obras no vaya a llegar a ser más amado por mi Padre no se puede ni debe convertir en un pretexto para no servirlo ni buscar agradarlo, ni para dejar de esforzarme en ser un hijo digno de El en mi comportamiento y conducta. Si verdaderamente lo amo a El, entonces voy a tratar de agradarlo en todo no para ser más amado por El, sino porque le amó y por el amor que El me tiene, por agradecimiento, por el gozo de ser su hijo.

Si Dios me ama independientemente de mis méritos y me liberta de tener que buscarlos para ser aceptado y amado por El, ello me impulsa también a amar a las personas de la misma forma en que soy amado, no por sus méritos sino porque son amados por mi Padre, dándoles la libertad que yo mismo he recibido de la “meritología”, “legalismo” y “activismo” tan comunes en nuestro tiempo y medio, principalmente cristiano.

Cuarto. Relacionado o derivado de lo anterior, mi servicio a El no puede ni debe ser un medio para ganarme su amor o su aceptación o para quedar bien con El y recibir de esa manera sus bendiciones. El ya me ama con el mayor amor de que es capaz: me ama de tal manera que dio a su Hijo Unigénito por mi. Mi servicio a El debe ser el resultado de crecer y desarrollar el parecido con El, fruto de la nueva naturaleza que El sembró en mí. En otras palabras, debe ser el resultado de que El esté formando en mí la imagen de Cristo.

Aún cuando El pida algo de mí (que El tiene derecho a pedir porque soy su hijo y El no es un Padre que crea hijos holgazanes sino hijos diligentes (Prov), además de que El es un Padre trabajador que hasta ahora trabaja (Jn 5:17) y que quiere formar Su carácter en mí del cual la diligencia y el trabajo son una cualidad), y que al pedírmelo El prometa derramar bendición sobre mí si lo hago, debo entender que esa bendición no es consecuencia de lo que haga, porque el hacerlo es parte de mi naturaleza ya que El me creó para buenas obras las cuales El preparó de antemano para que anduviese en ellas (Efe 2:10), sino que esa bendición solo es una manifestación más de Su amor por mí, no de mi meritología, porque El bien pudo haber ordenado que hiciera esa obra y no poner una bendición “a la cola” y de todos modos yo lo hubiera tenido que hacer en obediencia y por amor a mi Padre.

Por cierto que El se ha deleitar cuando como su hijo me voy pareciendo más a El y voy aprendiendo a hacer lo que El hace, así como yo me deleito y experimento una satisfacción interior bien grande cuando me doy cuenta que una de mis hijas tiene alguna de mis cualidades que yo considero buenas.

Las bendiciones de Dios derramadas sobre mi vida son consecuencia de su amor y nada más de su amor. La parábola del hijo pródigo (Luc 15) es un buen ejemplo de ello: el hijo pródigo, recién regresando de una vida donde desperdició sus bienes y vivió perdidamente recibió de su padre un anillo, un vestido nuevo y calzado, todos ellos derechos de un hijo, no por lo que había hecho (que en todo caso merecía ser castigado) sino porque era hijo y nunca lo había dejado de ser aún en medio de sus peores obras, conductas, y momentos. Es lo mismo que cuando yo les doy de comer a mis hijas o les pago las cuentas de colegio o les compro ropa o les pago sus gustos: no lo hago porque hagan o dejen de hacer algo, sino por el hecho de ser mis hijas, y si algún día les pongo alguna de esas cosas como “gancho” para que hagan algo o produzcan un determinado comportamiento, el premio no lo es tal sino solo un aliciente para alentarlas a lograrlo, porque de todas maneras, de uno u otro modo, más temprano que tarde, esa bendición de todos modos les va a llegar aunque no se la hayan “ganado” por sus méritos. Es de ellas porque son mis hijas y nada más por ello.

Quinto. Como hijo de El, puedo pecar. El pecado no va a separarme de Su amor, lo que significa que no va a dejar de amarme, ni va a dejar de ser mi Padre (si ama al mundo que vive en el pecado, cuanto más no va a amar a un su hijo que peque). Sin embargo, el pecado va a lastimar Su corazón (si mi corazón se duele cuando una de mis hijas hace algo malo, aún cuando no me afecte personalmente, cuanto más el corazón de Dios que es santo se va a doler por el pecado que yo pueda cometer).

De la misma manera que el pecado de mis hijas me lastima, no por lo que a mi personalmente me afecte, sino por lo que les va a afectar a ellas, de la misma manera mi Padre Dios se duele de mi pecado por las consecuencias que va a traer sobre mi vida más que por lo que a El le afecté personalmente. Lo que el pecado va a hacer es entorpecer mi comunión con El y va a dar lugar a Su disciplina, porque el Padre que ama a sus hijos los disciplina. Además va a dar lugar también a consecuencias que son parte de la cosecha de la mala semilla del pecado en mi vida, cosecha que mi Padre no parará aún cuando mi pecado sea perdonado. Una cosa es perdonar el pecado y otra cosa es la consecuencia del pecado. Recordemos lo que la Palabra dice al respecto:

“No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará. Porque el que siembra para su carne, de la carne segará corrupción; mas el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna. No nos cansemos, pues, de hacer bien; porque a su tiempo segaremos, si no desmayamos. Así que, según tengamos oportunidad, hagamos bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe.” (Gal 6:7-10).





25 Ene 2012