Estudio Bíblico

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Los acompañantes de una fe madura.



LOS ACOMPAÑANTES DE UNA FE MADURA (2 Ped 1:3-8).



Introducción.

La fe, como todas las cosas en la vida, necesitan atravesar por un proceso de maduración.
Al principio nuestra fe es una fe en Dios pero centrada en nosotros mismos: una fe que pide, que demanda, una fe que dice da-me, pone-me, quita-me, hacé-me.
Pero nuestra fe necesita madurar, de estar centrada en nuestros propósitos para centrarse en los propósitos de Dios y para ser de bendición para otros.

Por ello, Pedro, en su segunda epístola, bajo la dirección del Espíritu Santo, escribe siete cosas que se requieren añadir a la fe para que sea una fe madura.

Notemos que nuestra fe no necesita estar centrada en las promesas de Dios, ¿por qué? Porque según la Palabra nos enseña, todas las cosas que pertenecen a la vida (lo natural) y a la piedad (lo interior, lo que corresponde al alma y al espíritu) ya nos han sido dadas por Dios (2 Ped 1:3-4, Efe 1:3).

El objetivo de todas esas cosas que nos han sido dadas –incluídas las promesas- no es que vivamos una vida egoísta, centrada en nosotros mismos, sino que por ellas lleguemos a ser plenamente participantes de la naturaleza divina (que también ya nos fue dada en Cristo pero que necesita madurar, desarrollarse, manifestarse plenamente) (2 Ped 1:4).

La fe, entonces, después de la fe para salvación y para la llenura del Espíritu Santo, se requiere para formar el carácter de cada uno de nosotros a la imagen de Cristo, y como consecuencia de ello, recibiremos las bendiciones de la obediencia (Deut 28.1-14), de buscar primeramente el Reino de Dios y su justicia (Mat 6:33), no como algunos en el Cuerpo de Cristo que quieren desarrollar o usar su fe para obtener las promesas de Dios (principalmente las que se refieren al éxito material y a la obtención de riquezas) sin ejercerla más fuertemente aún, para la transformación de su carácter, de su ser interior, para desarrollar la nueva naturaleza que por el nuevo nacimiento, Dios puso en cada uno de nosotros (2 Cor 5:17). Es necesario hacer aquello pero sin dejar de hacer lo primero.

Lo primero que se requiere de nosotros para desarrollar esa naturaleza divina y una fe madura es que huyamos de la corrupción (pecado) que hay en el mundo a causa de la concupiscencia (2 Ped 1:4): pasiones, deseos carnales, codicia, vanagloria de la vida, amor al dinero y a las cosas, etc. De hecho la Palabra nos enseña que nos despojemos del hombre viejo, viciado conforme a los deseos engañosos de la carne (Efe 4:22), renovándonos en el espíritu de nuestra mente y vistiéndonos del hombre nuevo (Efe 4:23-24).

Necesitamos, si queremos llegar a desarrollar una fe madura que nos abra todas las posibilidades de la vida abundante en todos los órdenes que Cristo trajo para nosotros y cuyo precio pagó en la Cruz del Calvario, ponerle diligencia a lo anterior que nos llevará a añadirle a nuestra fe todas las cosas de que habla 2 Ped 1:3-8: virtud, conocimiento, dominio propio, paciencia, piedad, afecto fraternal y amor.



Los acompañantes de una fe madura.

En primer lugar está la virtud, que se refiere a alcanzar una cada vez mayor excelencia moral, una bondad intrínseca que hace una discriminación práctica entre el bien y el mal, practicando el primero y dejando de lado el último.
Como consecuencia de ella, la persona es valorada, estimada públicamente, tiene un buen nombre, y como dice Prov 22:1, el buen nombre es, delante de Dios y delante de las personas, mejor que las muchas riquezas.
La virtud nos lleva a ser en privado, lo mismo que somos en público, a tener una integridad completa entre lo que somos cuando estamos solos y lo que somos cuando estamos en público.

En segundo lugar, esta el conocimiento. Para comenzar necesitamos entender que Dios, de ninguna manera, bendice la ignorancia, más bien la combate. Ose 4:6 nos enseña que el pueblo de Dios perece por falta de conocimiento, llegando al extremo de ser desechado del sacerdocio porque desechó el conocimiento. Por otro lado, Jesús en Jn 5:39 nos exhorta a escudriñar las Escrituras. Ello implica que, como creyentes en Cristo, necesitamos ser diligentes en buscar el conocimiento, en por lo menos, cuatro ámbitos:
Uno. El conocimiento de Dios, porque El es la fuente de todo lo que somos, tenemos y podemos (Jn 15:5).
Dos. El conocimiento de la Verdad (la Palabra), porque en ella encontramos todo lo que necesitamos para vivir nuestras vidas de una manera recta, obteniendo la vida eterna (Jn 5:39).
Tres. El conocimiento de la voluntad y propósito de Dios para nuestras vidas, porque solo bajo ella podremos alcanzar la plenitud de vida que Cristo obtuvo para nosotros.
Cuatro. El conocimiento de nuestra vocación y profesión y de las cosas naturales que nos rodean, para hacer todas las cosas con excelencia, como para Dios (Col 3:22-24), de tal manera que seamos prosperados, no solo en lo espiritual, sino también en lo natural (la mano del diligente prosperará, pero la mano del negligente empobrece, (Prov 10:4).

En tercer lugar, el dominio propio. Para poner en práctica la Verdad que adquirimos mediante el conocimiento, necesitamos ejercitar el dominio propio sobre las pasiones y deseos de nuestra carne que generalmente nos llevan en el sentido contrario. Ello implica desarrollar una actitud de moderación hacia las cosas mundanas (la codicia –el amor por las riquezas que es la causa de todos los males, 1 Tim 6:10-, los deseos de la carne –pasiones que nos llevan a caer presos de los supuestos “deleites” temporales del pecado-, la vanagloria de la vida –orgullo, vanidad, soberbia, engreimiento, etc.-) (1 Jn 2:16).

Cuarto, la paciencia. Implica la constancia, la perseverancia, la resistencia, el aguante a condiciones que no son las ideales, ante los problemas, ante las circunstancias adversas, ante los aparentes fracasos. Significa perseverar aunque no veamos los resultados (al final, la fe es la certeza de lo que se espera –lo que no ha llegado- y la convicción de lo que no se ve, Heb 11.1). La paciencia es el sometimiento gozoso a la voluntad de Dios, la entendamos o no, nos guste o no, estemos de acuerdo o no, sabiendo que El siempre hará lo mejor para nosotros en toda circunstancia (Rom 8:28-29, Jer 29.11) y que en todas las cosas somos más que vencedores (Rom 8:37). La paciencia es un acompañante esencial de la fe pues es por la fe y la paciencia que se heredan las promesas (Heb 6:12). Sin paciencia, aunque tengamos fe, nos desanimamos, cambiamos de camino, dejamos de creer y esperar, lo que nos convierte en personas de doble ánimo, inconstantes, y la Palabra nos enseña que las personas de doble ánimo no recibirán ninguna cosa del Señor (Sant 1:8).

Quinto, la piedad. Es el temor reverente a Dios, no el pánico, sino el temor que implica honra, respeto, obediencia, hacer todas las cosas como para Dios (Col 3:22-24), no por miedo, sino por amor, por el deseo de no hacer nada que pueda desagradar a Aquel que nos amó y nos ama con todo Su amor, que dio lo más preciado que tenía por cada uno de nosotros (Jn 3:16), que nos perdonó y nos limpió de nuestros pecados (Apo 1:5-6), que nos libertó de la esclavitud de las tinieblas, del pecado, de la carne, del mundo y del diablo, y nos trasladó a Su Reino (Col 1:13) pero no como súbditos sino como hijos e hijas (Jn 1:12). La piedad implica el renunciar, como hijos-discípulos, a todo lo que sea nuestro egoísmo, para vivir dedicados, consagrados, a hacer la voluntad de Dios en todo lo que forma parte de nuestra vida: nuestro ser, nuestra familia, nuestras actividades.

Sexto, el afecto fraternal. Implica no solo el ser benigno, virtuoso, sino el ponerlo en práctica en hechos concretos hacia las personas que nos rodean, sea que las conozcamos y tengamos una relación constante con ellas o no. Significa hacer el bien a las demás personas, servirlas, estimarlos como superiores a nosotros mismos y velar por ellas de la misma manera como velamos por nosotros mismos (Fil 2:3-8). Es amar a las demás personas, no con palabras y/o intenciones, sino con hechos concretos, con obras, de la forma que dice el dicho popular: “obras son amores y no buenas razones”.

Séptimo, el amor. El supremo llamamiento de Dios en Cristo. Es amar a Dios (y al prójimo, quienquiera que sea) con todas nuestras fuerzas, con todo nuestro ser, en toda circunstancia. Es llegar a ser lo más parecido que nos sea posible a El (Rom 8:29), ser imitadores de El en todas las cosas, es vivir impartiendo misericordia y gracia a los demás como El la imparte a cada uno de nosotros. El amor es obediencia a Dios (Jn 14:23) y servicio a los demás, de manera sacrificial, que en ese momento, por el mismo amor, deja de ser sacrificial y se convierte en una entrega gozosa de todo nuestro ser.


07 Dic 2010
Referencia: Fe en Dios.